29 de julio de 2014

A los políticos no les gusta la libertad

Y mucho menos el individuo. La concepción de la política como actividad hunde sus raíces en la misma esencia del ser humano, aquello que Aristóteles llamó ζῷον πολιτικόν o zoon politikon, ese animal político o social de su libro 1 de Política. Personalmente estoy de acuerdo con el filósofo griego en que la política es un producto del acontecer social, pero mientras que para él lo social es algo natural, para mí la sociedad es el fruto de la actuación de los individuos en la búsqueda de sus propios fines.

Sin entrar en grandes explicaciones del origen de lo político y del estado como su figura más visible, existen dos grandes corrientes que ofrecen su mirada al respecto. Por un lado, las teorías contractualistas cuyas figuras más destacables son Platón, Hobbes, Rousseau o Locke. Frente a ellas, están las teorías individualistas en las que destacan pensadores como Mandeville, Hume, Adam Smith, Max Weber, G. Simmel, Mises o Hayek.

Las teorías contractualistas nos dicen que el origen tanto de la sociedad como del estado es producto de un contrato social o pacto, cuya firma saca al hombre de un estado de naturaleza por lo general belicoso. Los únicos que dotan a ese estado natural de cualidades positivas son, aunque por motivos diferentes, Locke y Rousseau.


Las teorías individualistas defienden que el origen de la sociedad no está en ningún contrato o pacto, sino que es la propia existencia de los individuos los que permite que surjan las estructuras sociales. El individuo en su acción con otros individuos, de forma no intencionada, crea la sociedad al igual que crea el lenguaje, el derecho o la economía. Los defensores del individualismo argumentan que no hay nada más social que el propio individuo, ya que él mismo es consciente de que necesita a los otros individuos para lograr sus fines. Es en esa necesidad de cooperación en la que luego, nacen las estructuras sociales. La sociedad por tanto, no es un ente ajeno al individuo, algo creado ex profeso y con una existencia por encima del individuo, sino algo producto de él mismo, de sus acciones que únicamente buscan un determinado fin y cuyo origen, no ha sido controlado, diseñado, definido o gestionado por nadie.

Al escaparse el proceso de creación de lo social, ya que son de origen totalmente no intencionado por parte de los individuos, su pretensión de control por el bien común de todos se vuelve en una labor de arrogancia intelectual, aquello que Hayek denominó la fatal arrogancia. Como bien sabemos, los liberales aducen que ningún gestor puede conocer en todo momento las necesidades presentes y futuras que den contenido a la felicidad de los individuos, ya que esa tarea es propia de ellos y nadie más. Además, la pretensión de realizar esa acción conlleva la exigencia de una cantidad tal de conocimiento, de por si disperso entre todos los individuos, que ningún ser es capaz de poder aprehenderla.


Sobra decir que la triunfadora en la contienda intelectual ha sido claramente la visión contractualista, que además, contó con el apoyo de una naciente ciencia social como fue la sociología, cuyos padres fundadores en su mayoría (Comte, Saint-Simon, Durkheim) defendieron la idea de que la sociedad es un orden intencionado y por lo tanto, es posible organizarlo y ordenarlo. Se convierte así a la política en la única actividad capaz de poder gestionar lo social de una forma científica.


Comienza así un ataque al individuo por parte de la sociología positivista francesa que acabará fructificando y dando fundamento "científico" a la actividad política para gestión de lo social. Ideas como las de Saint-Simon que llegó a considerar "vaga y metafísica" la concepción de libertad individual e incluso en tildarla de enemiga y "obstáculo a la civilización". Comte opina que se trata de una "monstruosidad repugnante" el individualismo y la libertad de conciencia. Por otro lado, Durkheim iguala la autonomía del individuo al egoísmo, cuya única capacidad es crear anómia, es decir, la incapacidad de los individuos de seguir la norma social.


Bajo estos postulados cuya difusión corre como la pólvora por toda Europa, comienza a surgir la idea de que el político debe ejercer su actividad como  un auténtico científico, encontrando su legitimidad precisamente en que su labor se realiza desde la ciencia. Labor que Comte defiende argumentando que los políticos son:

a) por el género  de su capacidad y cultura intelectual , los únicos competentes para realizar tal labor.
b) esta función se les asigna por la naturaleza de las cosas.
c) solo ellos poseen la autoridad moral hoy necesaria para determinar la adopción de la nueva doctrina orgánica.
Si a ello unimos la tesis de Saint-Simon de que la única ciencia de la producción no es la economía, sino la política, no resulta raro entender que los políticos, bajo ese paraguas del Estado, se consideren los elegidos para determinar el destino de todos y cada uno de los individuos que viven en el mundo.

Lo peligroso es que esa mirada de lo social ignora, como bien defienden los pensadores individualistas, que la búsqueda de la felicidad es tarea del individuo, ya que nadie puede conocer en todo momento, lo que cada uno precisa ahora y en el futuro para lograr su felicidad. Unido a la incapacidad para poder manejar todo el conocimiento necesario para que las acciones políticas no contengan acciones no deseadas más perjudiciales que los males que intentan combatir, no es de extrañar que, como dice el refrán, no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. Y los políticos, escudados en las teorías contractualistas y la sociología positiva, se niegan a ver que simplemente, ellos no pueden. La arrogancia, la fatal arrogancia que a todos los caracteriza.