12 de enero de 2007

Cuando el Gobierno me toca la cartera

Eran los 60 y el capitalismo estaba bajo los efectos soporíferos y calmantes de Keynes y su política económica. El economista inglés ofreció una teoría económica basada en lo fiscal que permitía a los gobiernos aumentar la demanda de una economía mediante el déficit y el consumo público. Consecuencia de ello era el postulado de que para que una economía funcione necesita de un Estado que la regule, controle y gestione, dejando de lado al libre mercado y sus fallos.
Bajo esa política, los defensores del Estado de Bienestar (EdB de aquí en adelante) se armaron de un modelo económico que defendía sus tesis y apoyaba la necesidad de la redistribución de la renta.
La filosofía redistributiva dice que como el mercado no es capaz de asignar y recompensar de manera eficaz y justa a todos los actores económicos, el Estado debe encargarse de corregir ese fallo. Mediante una serie de acciones se intenta compensar a los perdedores del sistema de mercado; hablamos de sanidad , educación, pensiones, prestaciones por desempleo, etc.
¿Y cómo lo hacemos? Vía impuestos. Y éstos no son más que una forma coactiva de castigar a los que han tenido éxito en el mercado. La cosa es así: como has comprendido las exigencias del sistema de mercado, te has adaptado y esforzado, el Estado te castiga mediante impuestos para compensara a:
Los que han fracasado
Los que no se han enterado de las exigencias y condiciones
Los que prefieren no hacer nada y esperar que le solucionen los problemas

¿Y qué obtenemos a cambio? Una intromisión en nuestra libertad a cambio de un servicio pésimo, ineficaz y sobre todo carísimo. Sin embargo, el aspecto más crítico desde mi punto de vista no es el anterior, sino la filosofía moral que el modelo intervencionista nos vende.
Hablo de la imagen de un individuo irresponsable, incapaz, fracasado y necesitado de ayuda, que es negligente para gestionar su libertad. Nos dice que nos quedemos quietos y escuchemos los cantos de sirena del Estado, porque ellos si saben como deben asignar nuestros recursos, nosotros no. Su discurso es el de papa, Papa Estado, que se niega a dejarnos crecer, desarrollarnos como adultos asumiendo responsabilidades, pues prefiere niños dóciles y sin aspiraciones.

4 de enero de 2007

El pasado, tan presente algunas veces

Un regalito de Reyes. Les dejo un texto muy divertido que leí hace unos días. Espero que también les guste. Un saludo a todos

El Economista martes 2 de diciembre del 2007 Manuel J. González Miembro de la Real Academia de Historia.

Hace muchos años, recordaba el azoriniano modelo castizo como arte de gobernar. Practicábalo un gobierno bien distinto, aunque del mismo color que el actual. Había que proteger al consumidor de la depravación de los comerciantes capacces de rebajar los artículos cuando se les antoja, de abrir los comercios cuando les parece. ¿Las rebajas fuera de temporada? Ni hablar: las rebajas, como la caza y la pesca, cuando el gobierno abre la veda. Porque es el gobierno quien conoce mejor que los ciudadanos lo que es bueno para ellos. No ha de alterarse el descanso dominical, abriendo comercios, grandes o pequeños. Respondía el Gobierno a lo que Azorín llamaba -¡ya en 1904! - el modelo castizo. Hoy, con la Memoria Histórica, retorna el furioso prohibicionismo del Régimen Franquista. Un español que no prohíba algo, bien en su casa, bien en un concejo o bien en esferas más altas de la burocracia -dice, Azorín - no es un español castizo. Ha de prohibirse fumar, salvo en donde el Gobierno estipule; los toros han de fenecer, no ante la vista de aficionados al vistoso espectáculo, sino a escondidas, fuera de los lugares que el gobierno señale. No dice ciertamente cómo han de morir, si gaseados, degollados, o de muerte natural. El vino es, naturalmente, una droga altamente peligrosa. Declaración sabia que, además de contravenir algunos descubrimientos médicos, ha de crear mucho empleo en La Rioja, la Mancha o tierras del Alto Duero. Transcribo, una vez más, la lista de prohibiciones que evocaba el pequeño filósofo.
En 1623 prohíbe Felipe IV “el uso del oro y la plata, en tela y guarnición, dentro y fuera de casa”. Y que los hombres puedan usar “herruelos, bohemios, ni balandrines de seda, sino solamente de paños o raja”. En 1639, manda que “ningún hombre pueda traer capote u otro rizo en el cabello, el cual no puede pasar de la oreja; y los barberos que hicieren cualquiera de las cosas susodichas, por la primera vez caigan e incurran en pena de veinte mil maravedíes y diez días de cárcel, y por la segunda, la dicha pena doblada y cuatro días de destierro”.
Felipe V prohíbe no la libertad de peinarse, pero sí la libertad de vestir. Tres veces ordena que nadie “sea osado de andar embozado por esta corte, tanto con montera como con gorro calado y sombrero”. Carlos IV prohibió el uso del sombrero gacho o chambergo, por Real resolución de 1804. Y, queriendo proteger al inerme consumidor, se propuso también regular el comercio. Prohibió que las tabernas “se venda todo mantenimiento cocido o guisado”; no se habrán de vender carnes cocidas, sólo fritas. Y, naturalmente, dados a regular, han de regularse los bailes. Porque, ¿qué es eso de ponerse a bailar cuando a uno le vengan ganas? Así, Carlos IV, en un bando del 11 de Agosto de 1789, prohíbe que “ninguna persona de cualquier estado, clase o condición que sea, forme bailes en el Paseo del Prado por las noches; prohibición que debe entenderse también en las eras, en el campo y en cualquier otro paseo, bajo la pena, a los músicos, de diez ducados y quince días de cárcel y a los que bailan (se previene) que se procederá contra sus personas, atendida la calidad, clase y circunstancias de cada uno”.
Se prohibía bailar la Danza Prima a cuantos asturianos dieran rienda suelta a su deseo, en el prado que llaman del Corregidor. Y esto era pecado más grave que hablar con un periodista de El Mundo, porque la pena no era liviana: seis años en una mazmorra africana que podía costarles su incontenible impulso. Ni siquiera en las academias de baile se podía bailar con personas de otro sexo. Las mujeres habrían de hacerlo por la mañana y los hombres por la tarde. Claro que siempre les quedaba la posibilidad de ir a charlar, y fumar al café. Pero, ya entonces, también en el café estaba regulado el horario de apertura y cierre. Disponía la Real orden del 28 de Abril de 1791 que “se cerrarán (los cafés) en invierno, desde el 1 de octubre hasta el fin de abril, a las diez de la noche, y desde el 1 de mayo hasta último de setiembre, a las once.” Además, el artículo 3 de la citada Real Orden decía que “en los cafés no se leerán gacetas ni otros papeles públicos”. Si no se pueden leer los periódicos, ¿podrán entonces fumar un cigarrillo? Tampoco. El mismo artículo 3 ¡también prohibía fumar!
Se podría entonces hablar. Bueno, no del todo, porque el artículo 4 prohibía hablar del gobierno, aunque fuese bien. Y mucho menos, hablar mal, que es tentación deliciosa de tantos ciudadanos. El susodicho artículo, de tan minuciosa orden, prohibía expresamente “las conversaciones pertenecientes a asuntos del Gobierno”. ¿Se permitirá acaso hablar de mujeres al masculino cliente de los cafés? No estaba claro, pues no siempre lo haremos con recato: la misma Orden declaraba prohibidas “las conversaciones deshonestas”. No hay nada nuevo bajo el sol.