Los orígenes del liberalismo pueden rastrearse según Victoriano Martín Martín en su obra “El liberalismo económico: La génesis de las ideas liberales desde San Agustín hasta Adam Smith”, en dos tradiciones o fuentes:
a) Tradición Inglesa: Que parte de la Escuela Escocesa de Filosofía (Hume, Smith, Fergurson), Josiah Tucker, E. Burke, W. Paley. Su concepción del mundo es empirista y centran su atención en la esencia de la libertad y la espontaneidad junto con la contrastación prueba/error. Su teoría social se basa en la relación hombres-instituciones, que surge de la acción separada de los múltiples individuos sin una intención previa suprema, simplemente de su evolución adaptable.
b) Tradición Francesa: Desde los enciclopedistas, los fisiócratas como Rousseau y Condorcet. Su concepción del mundo es esencialmente racionalista, donde se persigue un fin colectivo o patrón único aceptado por todos. Su teoría social parte de un algo primitivo, que es regulado y cambiado gracias a un sabio legislador y un contrato. Su concepción de la naturaleza humana es la bondad del ser humano y la necesidad de la planificación de la acción humana.
Sin embargo, al igual que toda corriente de pensamiento político, social y económico, el liberalismo es una amalgama diversa y variada donde tienen cabida multitud de opiniones e ideas, es por ello que sólo mostraré las características principales de lo que llamamos liberalismo clásico.
La wikipedia tiene las siguientes entradas en referencia al liberalismo clásico, la cual reproduzco en su integridad:
“El Liberalismo clásico o primer liberalismo es una frase usada para describir ideas formuladas durante los siglos XVII y XVIII, contrario al poder absoluto del Estado y su intervención en asuntos civiles, la autoridad excluyente de las iglesias, y cualquier privilegio político y social, con el objetivo de que el individuo pueda desarrollar sus capacidades individuales y su libertad en el ámbito político y religioso. Su base fundamental se encuentra en la doctrina de la ley natural, cuyo más representativo exponente es John Locke.
Dotado de una alto grado de laicidad, ya que tanto los pensadores cristianos como aquellos que a partir del siglo XVIII adoptaron el ateísmo como postura frente a la religión, estaban vinculados a la reforma de la Iglesia Católica y el cisma protestante de inicios del siglo XVI, con el consecuente alejamiento de la idea de Dios de los asuntos públicos. La religión pasa a ser un asunto privado, alejada de la moral y de la política, con la finalidad de favorecer la convivencia.
Sus bases racionales son el realismo y el empirismo, con mucha mayor atención, por lo tanto, a los cambios observados en los hechos, por lo que se distingue del idealismo y del deductivismo propios del racionalismo continental europeo, más tendente a formular verdades obsolutas. Se trata de un racionalismo analítico, más que justificativo.
Su visión del hombre es relativamente pesimista, suponiéndole una motivación fundamentalmente egoísta en aras de la satisfacción del propio interés.
Dicho laicismo, empirismo y utilitarismo, propios del liberalismo clásico favorecen la convención más que la convicción, mediante un programa político basado en el consenso, por lo que considera la ley y la institución creaciones artificiales, evaluándolas por sus resultados y omitiendo su concordancia con cualquier principio trascendente.
Nace en Inglaterra a mediados del siglo XVII, entre la guerra civil y la revolución de 1688, con la elaboración de argumentos contrarios a la monarquía absoluta y el poder eclesial y su pretensión de monopolio sobre la verdad religiosa.
Los primeros en manifestar estas posturas son los niveladores, pequeños propietarios disidentes del ejército de Oliver Cromwell, constituido en partido político en 1646. Sus ideas centrales hacían referencia a la comunidad política como un conjunto de personas libres que comparten los mismos derechos fundamentales, por lo que el gobierno tenía que basarse en el consentimiento de los gobernados. Como los gobernados son personas racionales, dicho ejercicio de gobierno no podía ser ni paternalista ni intervencionista, sus poderes, por lo tanto tenían que ser limitados, con una clara vocación de protección de los derechos individuales como la libertad de expresión, de religión, de asociación y de propiedad.
El factor religioso también jugó un importante papel en la formulación del liberalismo. En línea con lo anterior, se reclamaba tolerancia y libertad religiosa por parte de los sectores inconformistas de la Iglesia anglicana. Hasta ese momento, reinaba un compromiso doctrinal entre el calvinismo y el catolicismo que permitió la nacionalización política, compromiso que proporcionó en la práctica una dinámica de tolerancia religiosa. Pero en el siglo XVII surgieron importantes discrepancias en el seno de la Iglesia anglicana referentes a su tradicionalismo y autoritarismo, desembocando en el puritanismo, cuyas reclamaciones radicaban en la independencia eclesiástica y en una organización presbiteriana o asamblearia.
Como filosofía personalista e individual, el liberalismo permite que algunos individuos piensen que unos derechos son más importantes que los otros, como en el caso del los defensores del liberalismo social y el liberalismo económico, o de los que entienden que unos y otros no pueden disociarse. Aquí expondré lo que se entiende tanto por social como por económico.
El liberalismo social defiende la no intromisión del estado o de los colectivos en la conducta privada de los ciudadanos y en sus relaciones sociales no-mercantiles, admitiendo grandes cotas de libertad de expresión y religiosa, los diferentes tipos de relaciones sexuales consentidas, el consumo de drogas, etc. Sin embargo sus detractores objetan el hecho de que no considera valores más allá de la propia voluntad, como los valores religiosos o tradicionales.
El liberalismo económico defiende la no intromisión del estado en las relaciones mercantiles entre los ciudadanos (reduciendo los impuestos a su mínima expresión y eliminando cualquier regulación sobre comercio, producción, condiciones de trabajo, etc.), sacrificando toda protección a "débiles" (subsidios de desempleo, pensiones públicas, beneficencia pública) o "fuertes" (aranceles, subsidios a la producción, etc.). La impopularidad de reducir la protección de los más desfavorecidos lleva a los liberales a alegar que resulta perjudicial también para ellos, porque entorpece el crecimiento, y reduce las oportunidades de ascenso y el estímulo a los emprendedores. Los críticos, por el contrario, consideran que el Estado puede intervenir precisamente fomentando estos ámbitos en el seno de los grupos más desfavorecidos. El liberalismo económico tiende a ser identificado con el capitalismo, aunque este no tiene por qué ser necesariamente liberal, ni el liberalismo tiene por qué llevar a un sistema capitalista. Por ello muchas críticas al capitalismo son trasladadas falazmente al liberalismo.
¿Cómo es posible entonces que un sistema como el liberal y el capitalismo, basados en el egoísmo y el interés propio, puedan dar cohesión al sistema social y evitar el caos? Las respuestas a estas preguntas trajeron en jaque a muchos pensadores de todos los tiempos, sobre todo como ya hemos venido exponiendo, tanto desde la corriente más anglosajona como desde la visión más francesa o continental.
La concepción británica habla de un “desarrollo gradual de un cuerpo de teoría social demostrativa de que las relaciones entre los hombres y sus instituciones surgían de las acciones separadas de numerosos individuos que ignoraban lo que estaban haciendo, más bien que inventadas u obedeciendo a un plan. Se demostraba así la existencia de un orden que no era resultado del plan de la inteligencia humana ni se adscribía a la invención de ninguna mente sobrenatural y eminente, sino que provenía de la evolución adaptable.”[i] Por el otro lado, la concepción racionalista, cartesiana, “presupone que el hombre originariamente estaba dotado de atributos morales e intelectuales que le facilitaban la transformación deliberada de la civilización”[ii], que “la sociedad civil ha sido formada por algún primitivo y sabio legislador o un primitivo contrato social.”[iii]
La concepción racionalista cerraba la discusión gracias a la colaboración, la cooperación y la voluntad suprema de alguien o algo por dar cohesión y orden al sistema; sin embargo, la concepción inglesa no despejaba ninguna duda, seguía sin saberse como era posible la sociedad en un mundo de individuos egoístas. Entonces, los moralistas escoceses dieron con la solución al dilema, las consecuencias no deseadas, cuyo exponente más claro es la mano invisible de Adam Smith.
Nos dice Smith al respecto:
“Cada individuo en particular se afana continuamente en buscar el empleo más ventajoso para el capital de que puede disponer. Lo que desde luego se propone es su propio interés, no el de la sociedad; pero estos mismos esfuerzos hacia su propia ventaja le inclinan a preferir, de una manera natural, o más bien necesaria, el empleo más útil a la sociedad como tal.
[…] Al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios. No son muchas las cosas buenas que vemos ejecutadas por aquellos que presumen de servir sólo al interés público. Pero ésta es una afección que no es muy común entre los comerciantes, y bastan muy pocas palabras para disuadirlos de esa actitud.”[iv]
Pero no sólo el padre de la economía defiende que el perseguir los intereses particulares promueve el bienestar social, otro ejemplo lo tenemos en Francisco de Vitoria cuando nos dice: “El que vive en sociedad o en una sociedad es parte de la ciudad. Luego el que hace algo en bien o en provecho de un particular lo hace también para la utilidad común y pública, así como el que perjudica a un particular perjudica al bien común, del cual aquél forma parte.”[v]
Y es que el orden liberal basado en la libertad económica y política permite el surgimiento de un orden espontáneo donde antes sólo predominaba el caos, como bien indica Paul A. Samuelson en su Economics: “Un sistema competitivo es un mecanismo elaborado para llevar a cabo una coordinación inconsciente sirviéndose de un sistema de precios y mercados, un artificio de comunicaciones por el que circulan los conocimientos de millones de personas distintas. Resuelve, sin inteligencia central, uno de las más complejos problemas imaginables, lleno de intrincadas relaciones y variables desconocidas. Nadie lo proyectó, se desarrolló espontáneamente, y, lo mismo que la naturaleza humana, presenta cambios, pero soporta, por lo menos la primera prueba de toda organización social, puesto que es capaz de sobrevivir. […] El sistema competitivo basado en los mercados y los precios […] no produce el caos y la anarquía, sino que existen en él cierto orden y una línea de conducta. El sistema funciona.”
Partes individuales que no se sabe muy bien como interactúan entre ellas sin una intención previa a hacerlo, ordenes espontáneos nacidos de un caos originario sin necesidad de intervención divina o planificación exterior, sistema abierto que alcanza cotas de organización automática y que aprenden a medida que se equivoca; no estamos hablando acaso de rizomas, auto-organización, sistemas complejos y no-lineales, de autopoiesis, etc.; y no se adaptan perfectamente el capitalismo y el liberalismo a estas concepciones donde el azar, la libertad, el orden como producto del caos, son el pan nuestro de la naturaleza que nos rodea y asombrados empezamos poco a poco a descubrir.
“Cuando las sociedades se han estratificado y precisado cunde la idea de una mano invisible, que articula el interés egoísta con una eficaz asignación de los recursos económicos. Atemperado el egoísmo de cada uno por un sentimiento que Smith llama <
[i] Victoriano Martín Martín (2002): El liberalismo económico: La génesis de las ideas liberales desde San Agustín hasta Adam Smith. Editorial Síntesis. Madrid. Pág. 43.
[ii] Idem
[iii] Idem
[iv] Adam Smith (1776): The wealth of Nations, edición en castellano en Oikos-Tau, Barcelona, 1988.
[v] Francisco de Vitoria: De eo ad quod tenetur homo cum primum venit ad usum rationis, 7, en Francisco Vitoria, Obras de Francisco de Vitoria, Relaciones Teológicas, edición crítica por el padre Teófilo Urdanoz, O.P. Biblioteca de Autores Cristianos; Madrid, 1960, págs. 1344-1345.
[vi] Antonio Escotado (1999): Caos y Orden. Editorial Espasa Calpe S.A. Madrid. Pág. 278.